Soliloquio de medianoche
Fotografia de Jose Aljovin |
Dormía, en mi pequeño cuarto de roedor civilizado,
Cuando alguien sopló en mi oído estas palabras:
«Duermes, vencido por fantasmas que tú mismo engendras,
Y mientras tú deliras, otros besan o matan,
Conocen otros labios, penetran otros cuerpos,
La piedra vive y se incorpora,
Y todo, el polvo mismo, encarna en una forma que respira».
Abrí los ojos y quise asir al impalpable visitante,
Cogerlo por el cuello y arrancarle su secreto de humo,
Mas sólo vi una sombra perderse en el silencio, aire en el aire.
Quedé solo de nuevo, en la desierta noche del insomne.
En mi frente golpeaba una fiebre fría,
Hundido mar hirviente bajo mares de yelo.
Subieron por mis venas los años caídos,
Fechas de sangre que alguna vez brillaron como labios,
Labios en cuyos pliegues, golfos de sombra luminosa,
Creí que al fin la tierra me daba su secreto,
Pechos de viento para los desesperados, elocuentes vejigas ya sin nada:
Dios, Cielo, Amistad, Revolución y Patria.
Y entre todos se alzó para hundirse de nuevo,
Mi infancia, inocencia salvaje domesticada con palabras,
Preceptos con anteojos,
Agua clara, espejo para el árbol y la nube,
Que tantas virtuosas almas enturbiaron.
Dueño de la palabra, del agua y de la sal,
Bajo mi fuerza todo nacía otra vez como al principio;
Si mis yemas rozaban su sopor infinito
Las cosas cambiaban su figura por otra,
Acaso más secreta y suya, de pronto revelada,
Y para dar respuesta a mis atónitas preguntas
El fuego se hacía humo,
El árbol temblor de hojas, el agua transparencia,
Y las yerbas y el musgo entre las piedras y las piedras
se hacían lenguas
Sobre su verde tallo una flor roja me hablaba,
Una palabra que me abría cada noche las puertas de la noche
Y el mismo sol de oro macizo palidecía ante mi espada de madera.
Cielo poblado siempre de barcos y naufragios,
Yo navegué en tus témpanos de bruma
Y naufragué en tus arrecifes indecisos;
Entre tu silenciosa vegetación de espuma me perdía
Para tocar tus pájaros de cristal y reflejos
Y soñar en tus playas de silencio y vacío
¿Recuerdas aquel árbol, chorro de verdor,
Erguido como dicha sin término,
Al mediodía dorado,
Obscuro ya de pájaros en la tarde de sopor y de tedio?
¿Recuerdas aquella buganvilla que encendía sus llamas
Suntuosas y católicas sobre la barda gris,
La recuerdas aquella tarde del pasmo,
Cuando la viste como si nunca la hubieras visto antes,
Morada escala para llegar al cielo?
¿Recuerdas la fuente, el verdín de la piedra,
El charco de los pájaros,
Las violetas de apretados corpiños, siempre tras las cortinas de sus hojas,
el alcatraz de nieve y su grito amarillo, trompeta de las flores,
La higuera de anchas hojas digitales, diosa hindú,
Y la sed que enciende su miel?
Reino en el polvo, reino
Cambiado por unas baratijas de prudencia.
Amé la gloria de boca lívida y ojos de diamante,
Amé el amor, amé sus labios y su calavera,
Soñé en un mundo en donde la palabra engendraría
Y el mismo sueño habría sido abolido
Porque querer y obrar serían como la flor y el fruto.
Mas la gloria es apenas una cifra, equivocada con frecuencia,
El amor desemboca en el odio y el hastío,
¿y quién sueña ya en la comunión de los vivos cuando todos comulgan en la muerte?
A solas otra vez, toqué mi corazón,
Allí donde los viejos nos dijeron que nacían el valor y la esperanza,
Mas él, desierto y ávido, sólo latía, sílaba indescifrable,
Despojo de no sé qué palabra sepultada.
«A esta hora» me dije «algunos aman y conocen la muerte en otros labios,
Otros sueñan delirios que son muerte,
Y otros, más sencillamente, mueren también allá en los frentes,
Por defender una palabra,
Llave de sangre para cerrar o abrir las puertas del mañana».
Sangre para bautizar la nueva era que el engreído profeta vaticina,
Sangre para el lavamanos del negociante,
Sangre para el vaso de los oradores y los caudillos,
Oh corazón, noria de sangre, para regar ¿qué yermos?,
Para mojar ¿qué labios secos, infinitos?
¿Son los labios de un Dios,
De Dios que tiene sed, sed de nosotros, nada que sólo tiene sed?
Intente salir y comulgar en la intemperie con el alba
Pero había muerto el sol y el mundo, los árboles, los animales y los hombres,
Todos y todo, éramos fantasmas de esa noche interminable
A la que nunca ha de mojar la callada marea de otro día.
Octavio Paz
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